Este es un espacio libre dedicado a la poesía y otras bestias. No intenta nada más que satisfacer la necesidad de algún transeúnte por la lectura.
diciembre 23, 2009
Extracto de la vida sustantiva 5.
Al gato no lo pude encontrar. No quería deshacerme de él puesto que había llegado a la casa días antes del fallecimiento de mi abuela, no tenían relación alguna; era un ser libre de recuerdos indeseables. La teoría más posible era que, al haberle pisado la cola, éste haya salido huyendo a la mañana siguiente cuando mi abuela abrió las ventanas para ventilar la casa. Los gatos son rencorosos y muy egocéntricos, buscan lo que les conviene y si no, se mandan a cambiar y, si no encuentran nada bueno, vuelven con la cola entre las piernas a ronronearte las piernas. Manipuladores por excelencia. Salvo los días que se sentaba a escuchar mi música sobre mis piernas, no tenía otros recuerdos del gato, ni siquiera le había bautizado. De haberse quedado un tiempo le habría puesto Beto, como yo le decía a Beethoven cuando era un niño. Sin embargo, dado los acontecimientos recientes, ese nombre estaba prohibido junto con las otras cosas referentes a la música. De ahí su anonimato. Así que el gato cuyo nombre pudo haber sido Beto desapareció junto con las otras cosas de la casa, como un objeto más, sin identidad o dueño que lo reclamase.
Desperté a mediodía por el sonido punzante del timbre (algo que aún tenía que deshacerme) Mientras me trataba de levantar de la cama y, al mismo tiempo, hacerme la idea de que no descubriría el final de mi sueño, me senté, puse las pantuflas y me encaminé al baño, antes de entrar grite hacia la puerta:- un momento por favor, ya abro. No hubo respuesta. Me mojé unas cuatro veces la cara y contemplé pasivamente las marcas de la almohada en mi rostro. Si era alguien importante, no habría una buena impresión, de lo contrario daba lo mismo. Tanto da que alguien salga en pijama con rastros recientes de sueño, a recibir una visita. El ojo mágico de la puerta delató a la mujer que del otro lado esperaba impaciente. Tenía un aire familiar que no puede recordar, pero venía muy molesta, como si yo fuese su pareja y en este momento la estuviese engañando con otra persona. Algo que no podía ser bueno si de un desconocido se tratase.
Abrí la puerta y ella inmediatamente se presentó ante mí:
- Me llamo Francisca Machado, tengo 21 años y pronto me graduaré de Pianista en el conservatorio. Vengo por dos razones.
Mientras ella sacaba un papel de su cartera, se le notaba lo furiosa y claro, el enojo me lo transmitía a mí como si yo fuese el responsable absoluto de toda su desgracia. Yo seguí mudo esperando a que ella terminara su discurso.
-Usted anoche ha presenciado mi práctica secreta, debe saber usted que esta nota no me ha dejado para nada conforme, yo practicaba la composición que me hará acreedora del título de concertista en piano. Sucede que si usted, señor pianista internacional, hace pública esta obra, ya sea una pequeña parte de ésta, mi credibilidad se verá afectada y no me podría recibir como lo he planeado durante todo este tiempo. Como verá esta es una situación muy delicada.
En efecto, la madrugada anterior me había quedado escuchando a alguien que tocaba un piano cerca de mi casa, dejé una nota tipo trabalenguas y luego añadí mi información de contacto. De ella se trataba.
Francisca continuó: espero que como futuros colegas usted respete la autoría de esta pieza.
- No se preocupe por mi, yo no soy capaz de tal cosa.
Muy bien- dijo con un tono más amigable. Ahora que el primer punto está claro, le explicaré sobre el segundo asunto.
Mientras decía las últimas palabras sentí que aquel "segundo asunto" duraría toda la tarde, algo que no podía ser explicado tan sólo en el umbral de la puerta. La invité a pasar y mientras cerraba la puerta le expliqué sobre el porqué de la falta de objetos en mi sala de estar. Francisca se sentó en el suelo "a lo indio" y sacó un cigarro Light de su cartera y un encendedor. Al parecer se había fijado en el único objeto visible: un cenicero repleto de colillas a medio terminar.
Ahora que me he puesto cómoda podré explicarle el verdadero sentido de mi visita, señor pianista internacional.
diciembre 01, 2009
Extracto de la vida sustantiva 4.
En altas horas de la noche practicaba la canción sin nombre en un órgano electrónico, con audífonos, en plena oscuridad. Jamás algo fue tan hermoso y, a la vez, tan mío. Mientras dibujaba las notas en la mayor de las penumbras, recuerdos de mis primeras lecciones de piano deambulaban en mi memoria. Beethoven era quien más se pronunciaba, luego Strauss y unos otros más. Mis manos se acercaban poco a poco al cansancio mientras mis oídos se familiarizaban con el sonido. Al repasar unas cinco veces la canción sin nombre, dejaba todo en su lugar y, a hurtadillas, me dirigía a mi habitación. Pasaba por la sala del piano y dejaba, en el falso que había debajo de éste, las partituras. Nadie más sabía de aquel lugar, el secreto estaba a salvo hasta que llegara el gran día.
La madrugada previa a la muerte de mi abuela hice el mismo procedimiento de las noches anteriores. Esa vez algo cambió, en vez de dirigirme a mi pieza y dejar las partituras en el "debajo del piano", preferí salir a tomar aire y fumar un cigarro en el patio del departamento. Como estaba en un primer piso, las áreas comunes eran para mi un patio de casa, en el cual podía salir en pijamas sin que nadie me dijera nada o hacer ejercicios matutinos. El cielo, las estrellas y la luna palidecían como siempre a esas horas. Los gatos merodeaban el sector y el conserje dormía. Nada estaba fuera de la rutina nocturna. Nada hacía suponer que aquella mujer caería en mis brazos la mañana siguiente, víctima de un ataque cardíaco. Una vez terminado el cigarro me volví al departamento, dejé entrar al gato y sin querer le pisé la cola, me reí al pensar que uno tiene mala suerte si un gato negro se cruza en el camino, pero si uno se cruza en el camino del gato, ¡pobre gato! Traté de acercarme a éste para hacerle cariño y así enmendar mi error, pero el animal huyó hacia la salita del piano. Ahí tenía un espacio entre las patas del magnífico instrumento. Se quedaba ahí cada vez que yo ensayaba (cuando ensayaba de verdad, el teclado era secreto hasta para el felino) y me acariciaba las piernas mientras yo tocaba. Éramos una pareja perfecta, yo le hacía feliz tocando música y él a mí haciéndome cariño. Para ir a dejar las partituras en el "debajo del piano" tuve que lidiar con un gato enfurecido por la pisoteada recibida minutos antes. Aquel lugar se había transformado en un castillo de cuentos, dónde el dragón era el gato y la princesa se encontraba en el "debajo del piano". Logré escabullirme velozmente y alcancé a abrir, colocar las partituras y luego cerrar el compartimiento, pero no se logro cerrar muy bien, así que empujé un par de veces la tapita. Mientras empujaba, el gato me arañó unas tres veces. Al fin desistí de la seguridad del "debajo del piano", nadie sabía de aquel lugar y tampoco nadie se pone a revisar qué hay debajo de un piano, por lo que no era relevante dejar entreabierta la tapa. Me sobé un tanto la mano y luego me fui a dormir.