enero 26, 2010

Extracto de un conjunto vacío.


Otoño. Invierno. Primavera. Y otra vez Otoño.

Las estaciones son sólo dos: Otoño y nueve meses de Notoño (o No-Otoño).

Mientras permanecemos en la parte más calurosa del Notoño, la saliva se comprime, las caras enrojecen cual tomate apenado; la pulcritud se hace escasa y el viento, el principal ausente. Las casas piden socorro y los perros piden comida, las autopistas piden hielo y los taxistas pasajeros; las playas exigen limpieza y los tachos espacio, las reservas se evaporan y la lluvia se impacienta.

El sol golpea a las nubes, las calles, parques, parqués, panqués, panqueques y tortas de milhojas y de otras menos. Desfigura, atrofia, deforma, amorfa, amor por fá. Músicos sedientos. Sed y en tos. La vista se nubla, cansa, fatiga y vomita. La lengua exige su cuota de atención, la cabellera se quema y el caballero deja de serlo.

el tiempo es reducido, preciso, precioso. Las horas pasan con silencioso disimulo, el Notoño esta llegando a su clímax.


Aún quedan dos meses.

enero 17, 2010

Moonlight Chapter 1.(o extracto de la vida sustantiva 6)


Lo que pasó antes de aquella noche I


Caía la navidad de 1990 cuando fue la primera vez que escuché la canción. A mis cuatro años poco podía hacer para expresar la dicha infundida por la interpretación magistral de mi abuela. El piano vibraba en todo su esplendor, la canción se perdía entre las distintas habitaciones de la casa, los sonidos rebotaban por todos lados y se incrustaban en los oídos de quienes presenciaban tal espectáculo navideño. Todos quienes compartíamos la noche buena mirábamos atónitos el actuar de una mujer de más de 60 años, de buena forma, interpretando la canción que, años más tarde, daría forma a mi carrera de pianista. Al terminar los aplausos son extenuantes y fervorosos, la señora se levanta del piso del piano y con un gesto casi imperceptible da las gracias. Acto reflejo corro en dirección a ella y le abrazo las rodillas, no son más que rodillas arrugadas y flácidas escondidas por un vestido floreado. Mi abuela me queda mirando y me pregunta: ¿te gustó Beethoven? Era la primera vez que escuchaba una palabra tan extraña, la gente en el salón se quedó mirándome a la espera de una típica respuesta capaz de sacar carcajadas del mundo adulto. Las vistas se clavaron en mi nuca y sentí una presión muy inusual, necesitaba decir algo y decirlo pronto – ¡Ah! Si, le dije. Me encanta mi amigo Beto.

Tal anécdota la contaron tantas veces en las posteriores navidades que, sin tener recuerdo alguno de dicha historia, pude recrearlos de una manera tan perfecta como si nunca en la vida me hubiese olvidado. A veces omitían detalles u otras, intentando modificar los sucesos, añadían más personajes y una conversación mucho más profunda de mi parte a mi abuela. El final siempre era el mismo. Todos riéndose a carcajadas de mi mirada perdida por la complicidad de la palabra pronunciada.

Las navidades siguientes le pedía a mi abuela que tocara una canción de mi amigo beto. Ella gustosa se sentaba frente al piano, estiraba un poco los dedos y comenzaba otra vez a dejarnos boquiabiertos. Cada año era una experiencia nueva. Al ir creciendo le fui tomando el gusto a la música clásica cada vez más. La navidad del año 1993 le pedí que me enseñara a tocar. Le abracé por la cintura y le dije: creo que si espero una navidad más, será muy tarde. Ella sonrió y volvió la mirada hacia el piano, acercó la segunda silla y me hizo sentar ahí. Con mucha paciencia y determinación me enseñó las teclas y cómo era que sonaban.

En Enero de ese año mis padres se separaron. Mi padre se quedó trabajando en la ciudad de Temuco, mientras mi madre y mi hermana se quedaron en Concepción. Ese verano lo pasé en casa de mis abuelos en santiago, aprendiendo todo lo que era posible de mi experimentada maestra. Mientras aprendía a leer partituras, también aprendí a leer letras. Así fue como descubrí que mi abuela era licenciada en música con mención en interpretación en piano. Un título muy extenso que me resumía diciendo “cuando yo tenía veinte años, daba conciertos por todo el mundo, era una pianista sin igual”.


La vida se me pasó entre el piano y los libros del colegio. Mientras mi abuela me enseñaba las notas, las letras, las materias diversas, yo resplandecía en las diversas disciplinas de la colegiatura. Era un hijo modelo, con padres a 600 kilómetros de distancia, sin más que una anciana de capacidades reducidas y un par de plantas sin nombre.

Me quedé a vivir con ella puesto que ninguno de mis padres me quiso reclamar. A mi corta edad, ellos me habían abandonado con sus distintos intereses y convenciéndose de que esa era la mejor opción. Nunca me sentí falto de padres o de mi hermana, jamás los extrañé o lloré por su ausencia. Mi abuela bastaba para construir mi propio camino. Era como un hijo huérfano de nacimiento, no tenía grandes recuerdos de mis padres y, por lo mismo, era más fácil crecer sin ellos que perderlos a mitad de camino.

El tiempo se me pasó en un abrir y cerrar de ojos. Mi abuela envejeció y dejó de enseñarme piano. Tal hecho no fue relevante en mi carrera, puesto que hacía más de dos años que asistía a clases regulares en el Conservatorio. Viajé con ella un par de veces a ver a sus amigos en Europa. Viajé un par de veces a conocer sus amistades en Estados Unidos. Para ese entonces mi abuela poseía mi tutela absoluta. Lo único que recibí de ellos durante los 20 años que viví con ella. Compusimos melodías, dimos conciertos a cuatro manos, creamos un sinfín de nuevas canciones para piano, de distintas dificultades y ritmos.

Al terminar el colegio me dediqué al conservatorio, a concluir mis proyectos de músico y a cuidar a mi abuela. Ella no estaba del todo mal, pero había que hacerle la cama y el tipo de cosas que requieren un mayor esfuerzo físico. El doctor le había prohibido cualquier agitación, ya sea física o nerviosa. El corazón de ella estaba estable, pero comenzaba a latir en menor medida al transcurrir los años. Por ello nos mudamos a un departamento en Ñuñoa, en un primer piso. De esta forma ella no tendría que esforzarse en las escalas o tener que cuidar del patio. Con la diferencia de la venta de la casona antigua, compramos aquel lugar y un piano de cola profesional. Mi sueño hecho realidad.

En aquel piano pasaba más de la mitad del día ensayando y creando nuevas composiciones. Estaba colocado en un cuarto especial, donde, a parte del magnífico instrumento, estaba un piso tapizado en cuero, una estantería llena de partituras y un tocadiscos automático de los años 70. Además, había un pequeño espacio en la estantería con una reducida colección de discos. Help, de The Beatles; Alturas de Machu Pichu, de Los Jaivas y un par de clásicos de Beethoven, interpretados por alguna orquesta europea cuyo nombre no apareció jamás en la carátula del disco.

Para el último año de Conservatorio tenía planeado un sinnúmero de proyectos, sin embargo, el más importante de todos, se volvió un imposible.
Cambienla por otra ¿Otra? Sí, y de las mismas