
La voz de tus ojos olía las estrellas del amanecer,
mientras cada clara y yema de tus dedos febriles
volaban por las alturas y los llanos amansados.
Y tu horizonte reflejaba el mar, la noche ganada.
Las bestias en reposo se codeaban en sus nidos,
la vista espumosa y el recoveco desaliñado,
carentes de palabras, se sometían al silencio crudo
de la desventura incorrecta para el pobre Vaticano.